Había visto a aquella gitana otro día por los alrededores de la Alhambra, por una callejuela del Sacromonte, y me había gustado su rostro y su cuerpo.
Aquel día cogí fuerzas y la rogué que posara para mí, pero le dije que no tenía dinero para pagarla.
Le dije quién era y aceptó posar para mí sin cobrar.
Dijo:
-Sí; sé quién es usted.
Me extrañó aquella respuesta, pero no le dije nada.
El día que dí por terminado el cuadro, exclamé:
-Ya está. He terminado. Quisiera darle las gracias,
pero no sé cómo. ¿Quiere que le regale un perfume?
-¡Oh, no; perfume, no! -replicó.
-¿Flores?- insistí.
-No; las flores que estén en los jardines o en el pelo de las bailaoras.
Cuando iba a salir, tras ponerse su mantilla de flores, le dije:
-Puedo darle algo de dinero, aunque no lo que usted se merecería.
-No, muchas gracias.
Entonces no pude resistirme a preguntar a la desconocida
porqué había accedido a posar tres semanas para mí,
porqué me había dado su tiempo.
Aquella joven dijo con decisión:
-Conocía sus pinturas y las admiraba.
Sólo eso. Adiós.
Y rápidamente desapareció aquella joven morena.
Y jamás supe quién era aquella mujer y cuál era su nombre.
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